
Bark at the Moon se Extingue: Adiós a Ozzy Osbourne
Londres, 22 de julio de 2025. El rugido se apagó al amanecer. A los 76 años murió Ozzy Osbourne, el vocalista que convirtió la penumbra industrial de Birmingham en el estandarte sonoro del heavy metal y que, con su sola persona, definió medio siglo de rebeldía eléctrica. La familia confirmó el deceso con un escueto comunicado: “Partió en paz, rodeado de amor”. Las estaciones de radio interrumpieron su programación para programar “Crazy Train”, los fans encendieron velas frente a la estatua de Black Sabbath en Broad Street y las redes sociales se inundaron de aullidos digitales: una comunidad planetaria compartía duelo y gratitud.
La noticia encontró a Ozzy aún fresco en la memoria colectiva: apenas diecisiete días atrás se había despedido del público en “Back to the Beginning”, un concierto‑maratón en Villa Park que reunió a la formación clásica de Black Sabbath y a invitados de lujo. Aquella noche quedó grabada como un testamento público; esta mañana, como un guiño profético. Bajo ese telón de conmoción arranca la crónica de una vida que cambió la forma de escuchar –y sentir– el rock pesado.
De Aston al Olimpo: los días en que nació el metal
John Michael Osbourne llegó al mundo el 3 de diciembre de 1948 en Aston, un barrio de casitas adosadas y fábricas humeantes. El zumbido de la maquinaria metalúrgica fue, para él, lo más parecido a un arrullo infantil. A los quince abandonó la escuela, deambuló por empleos menores y probó fortuna en la música con varias bandas locales hasta encontrarse, en 1969, con Tony Iommi, Geezer Butler y Bill Ward.
Lo que comenzó como Earth mutó pronto en Black Sabbath. Su debut homónimo y el posterior Paranoid (1970) forjaron una nueva atmósfera: guitarras afinadas varios tonos abajo, letras sobre guerras nucleares y demonios interiores, y la voz nasal de Ozzy flotando como un presagio. Para muchos historiadores, aquel 13 de febrero de 1970 (fecha de publicación del primer álbum) es el “año cero” del heavy metal. La prensa británica reaccionó con desconcierto; los fans, en cambio, abrazaron el sonido como quien reconoce un idioma propio.
Caída, redención y la locomotora de “Crazy Train”
Nada resultó más coherente con el exceso que la vida de Ozzy en los setenta. Alcohol, barbitúricos, noches sin amanecer. En 1979 la banda lo despidió. “Pensaron que mi forma de beber iba a matar el grupo”, recordaría después, sin rencor. Sharon Arden –hija del mánager de Sabbath– lo rescató de un hotel semiabandonado y le propuso dos cosas: enamorarse y empezar de nuevo.
Con Blizzard of Ozz (1980) nació la etapa solista. El riff de “Crazy Train”, concebido por el joven prodigio Randy Rhoads, mezcló virtuosismo neoclásico con un gancho pop que electrizó la radio. El disco vendió un millón de copias en un mes solo en Estados Unidos, catapultando a Ozzy a una fama aún mayor que la lograda con Sabbath. Según Rolling Stone –que hoy publica un extenso obituario–, “Crazy Train” fue “el himno que probó que el metal podía ser tan pegajoso como cualquier éxito de la Motown”. Leer reportaje completo.

El murciélago, las hormigas y otras leyendas
La madrugada del 20 de enero de 1982, en Des Moines, un fan arrojó un murciélago vivo al escenario. Ozzy, pensando que era de goma, lo mordió. Salió del concierto directo a recibir la vacuna antirrábica y entró, de paso, al bestiario mítico del rock. La anécdota convive con historias de hormigas aspiradas junto a Mötley Crüe, detenciones por vandalismo y un accidente de cuatrimoto en 2003 que casi le cuesta la vida. Cada calamidad pareció reforzar su aura de inmortalidad ruidosa.
Ozzfest: un circo itinerante para la tribu metálica
En 1996, los organizadores de Lollapalooza rechazaron a Ozzy argumentando que “el metal estaba muerto”. La respuesta fue Ozzfest: una gira‑festival que reunió nuevas bandas con viejos titanes y demostró qué tan vivo podía estar el género cuando encontraba su propia carpa. Durante dos décadas, el evento recorrió tres continentes, se asentó como cita obligada del verano estadounidense y sirvió de trampolín a Slipknot, System of a Down y Disturbed.
Un príncipe en la sala de estar: The Osbournes
Cuando MTV estrenó The Osbournes en 2002, el público se topó con algo inusual: la vida doméstica de un icono oscuro convertida en sitcom involuntaria. La serie, aderezada con perros incontinentes y discusiones sobre mandar la basura, ganó un Emmy y registró picos de 8 millones de espectadores. Allí emergió un Ozzy entrañable, vulnerable, caminando somnoliento por la cocina y balbuceando órdenes. La exposición tuvo un efecto inesperado: acercó el heavy metal a quienes jamás habrían puesto un disco de Sabbath.
Enfermedad, resistencia y un último Grammy de Ozzy Osbourne
En 2019 anunció públicamente que padecía Parkinson. Le siguieron cirugías vertebrales, cancelaciones de giras y largos procesos de rehabilitación. Aun así, entró al estudio con una determinación casi adolescente. Ordinary Man (2020) y Patient Number 9 (2022) mostraron a un vocalista más vulnerable, pero profundamente creativo. Este último le valió dos premios Grammy, incluido Mejor Álbum de Rock. La prensa británica, por ejemplo The Guardian, destacó que Ozzy “equilibra sus incursiones rituales en lo oscuro con conmovedoras reflexiones sobre la enfermedad” en Patient Number 9.

“Back to the Beginning”: la despedida que se volvió epitafio
El 5 de julio de 2025, Villa Park se llenó de 40 000 gargantas y un incontenible olor a pólvora de bengala. Ozzy, apoyado en un bastón negro, abrió el espectáculo con “War Pigs”. A su lado, Tony Iommi hilaba riffs con la serenidad de quien acaba de firmar un capítulo definitivo. Durante ocho horas desfilaron Metallica, Guns N’ Roses y un coro de invitados que convirtieron la noche en misa pagana. Cuando Ozzy dio el último adiós, el público tardó veinte minutos en dejar de corear su nombre. Nadie imaginó que sería su última ovación presencial.
Vigilia global y homenajes espontáneos
Pocas horas después de su muerte, las calles de Birmingham se tiñeron de velas y chalecos parcheados: fans de varias generaciones cantaban “Mama, I’m Coming Home” bajo la lluvia veraniega. En Ciudad de México, un mariachi improvisó una versión de “Crazy Train” en la Glorieta de los Insurgentes; en Tokio, tiendas de discos exhibieron reimpresiones de Blizzard of Ozz junto a arreglos de crisantemos blancos. Las redes sociales colapsaron con memorias personales: el primer disco que salvó a alguien de la depresión, el riff que unió a un padre y su hija, la inspiración para montar una banda de garage.
Legado sin medida
Veinte álbumes de estudio, más de 120 millones de copias vendidas y dos inducciones al Salón de la Fama del Rock (2006 con Sabbath y 2024 como solista) constituyen la cifra fría. La caliente vibra en los dedos de cada guitarrista que intenta tocar “Iron Man”, en la estética oscura que permeó la moda callejera y en la normalización de la vulnerabilidad masculina sobre el escenario. Sin Ozzy, Black Sabbath habría sido otra banda pesada más; sin Ozzy, la teatralidad del metal habría tardado años en conquistar los estadios; sin Ozzy, quizá muchos adolescentes no habrían encontrado esa música que les dijo: “No estás solo”.
Epílogo: el eco interminable
El aullido de “Bark at the Moon” se extingue, pero el eco resuena en cada acorde menor que anuncia tormenta. Habrá futuros héroes con chaquetas de cuero, pero ninguno volverá a morder un murciélago y, al mismo tiempo, a secarse las lágrimas en horario estelar. Ozzy se va con la dignidad de quien sobrevivió a sus excesos, transmutó el dolor en arte y convirtió la oscuridad en un canto de guerra. Mientras exista una guitarra con distorsión, el Príncipe de las Tinieblas seguirá encendiendo la chispa que hace temblar los muros de la costumbre. Y eso, más que una despedida, es una promesa de eternidad.
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